Rosemary Kennedy fue la mayor del clan Kennedy, fue la hermana de John y Robert Kennedy, pero la menos conocida. Tenía una discapacidad intelectual que nunca fue asumida por su madre y su padre, para quienes la apariencia lo era todo. La buena reputación lo era todo.
En el colegio no era una alumna brillante, más bien al contrario, era expulsada sistemáticamente de cada colegio en el que entraba porque no podía seguir el ritmo y, en lugar de ahondar en el por qué, en lugar de buscar soluciones para que pudiera desarrollarse como mujer adulta, la tenían controlada permanentemente, vigilada permanentemente, en un entorno asfixiante, en el que ser la segunda era igual que ser la última.
A los 20 años, tenía un cociente intelectual de una niña de 10 años. A esa edad la ingresaron en un centro de educación especial donde ella estaba a gusto. En los eventos de la alta sociedad era estrechamente vigilada para que no se ‘descontrolara’ (se enfadaba cuando no la dejaban seguir bailando, algo que le gustaba mucho).
Su madre la sometía a severas dietas para que no engordara, la imagen también lo era todo, especialmente para las mujeres de esa época y de su clase, y la obligaban a comer sola. Le inyectaban hormonas para “controlar sus estados de ánimo”. Porque Rosemary, no solo era diferente, sino “agresiva”. Le colgaron esa etiqueta sin molestarse en conocerla, en entenderla. El colmo fue cuando empezó a frecuentar bares y a buscar la compañía de distintos hombres. Daba igual que sus hermanos fueran unos mujeriegos. Porque la reputación lo era todo y éramos las mujeres, aún lo somos en muchas culturas, quienes con nuestro comportamiento echábamos por tierra la buena imagen de toda una familia, y si teníamos una discapacidad, éramos una desgracia, un castigo de Dios.
Su padre, obsesionado porque alguien pudiera poner en duda los ‘genes’ de los perfectísimos Kennedy y de que un embarazo de Rosemary mancillara el ‘buen nombre’ de la familia, decidió encerrarla en una institución para niñas con discapacidad y más tarde, someterla a una lobotomía que la incapacitó para siempre.
Reducida al mutismo, silenciada, Rosemary fue ingresada en otra institución, donde los abusos eran moneda de cambio. Allí estuvo durante 8 años, hasta que la llevaron al convento de Santa Coleta, donde permaneció hasta el fin de sus días, con 87 años. Ninguno de sus hermanos preguntó por ella, no asistió a las bodas de sus hermanas y hermanos, ni a las distintas celebraciones familiares. Desapareció socialmente. La invisibilizaron. La borraron. La enterraron en vida.
De cara a la galería, era maestra en ese convento.
Solo Jack fue a visitarla una vez. Una. Y después de 21 años. 21.
Ella no era esa que su familia se había empeñado en mostrar públicamente: una joven delicada, fina, que había estudiado bellas artes, que trabajaba como auxiliar docente, una joven digna de una familia nacida para dejar huella en la historia.
Solo Eunice Kennedy echó en cara a la familia el cruel trato a Rosemary. Solo ella empezó a hablar de Rosemary. Solo Eunice, una mujer, convenció a su hermano para hacer una legislación a favor de las personas como Rosemary. Fue Eunice quien impulsó las que se consideran las primeras paralimpiadas y las organizó para visibilizar a un colectivo estigmatizado. Para que ninguna persona como su hermana se convirtiera en un fantasma en vida ni cayera en el olvido.
Cuando las mujeres nos apoyamos unas a otras, nos levantamos unas a otras, la transformación es inevitable.