Denuncia viva, pública y argumentada de una madre autista con un hijo autista
"A lo mejor estoy muy trastornada por querer que mi hijo forme parte de la sociedad, pero no voy a dejar de intentarlo"
¿Te has sentido discriminada? Sí. Desde todos los frentes. Porque soy muy pública con mi diagnóstico. Y lo de "trastorno mental reconocido en el DSM-5" da miedo, porque no lo entienden. Me han cuestionado por hablar demasiado claro, por no expresar emociones como se espera, por tener una forma distinta de enfrentar los problemas. Por pensar diferente. Pero lo peor viene cuando me preguntan: “¿Y tú por qué tuviste hijos sabiendo que el autismo puede ser genético?”. ¿Acaso ser autista me quita el derecho a desear ser madre, estando perfectamente capacitada para ello? ¿Y qué hay de que la genética no es el único factor, ni se puede saber el grado de TEA? Esto lo he escuchado de profesionales. Médicos. Personas que trabajan en servicios sociales. Docentes. Padres en el parque. Conocidos.
Parece que, para muchos, como soy una mujer autista, la culpa de haber “creado” a otro autista es también mía. Como si fuera lo peor que hay. En lugar de recibir más apoyo, lo que recibo es más vigilancia. Más sospecha. Me examinan más. Me hacen justificar cada paso, cada decisión.
Mirad, esto me pasó hace dos días: Mi niño, autista no verbal, fue expulsado durante 17 días de su colegio concertado. He tenido que hacer un esfuerzo inconmensurable para estar hoy aquí. Hacer malabares con la logística. ¿El motivo? Dio un portazo y se rompió una puerta de cristal en su aula TEA durante la transición de una clase a otra. Había tres profesoras adultas en clase. No hubo prevención. No hubo contención. No hubo anticipación. Hubo castigo. Y no cualquier castigo: 17 días sin clase. Un niño de 7 años. No un adolescente de 80 kilos.
Ahora está sin apoyos. Sin comprensión. Sin entender qué ha pasado. Víctima de una reacción desregulada propia de su diagnóstico, y cualquier persona que conoce el TEA lo entiende perfectamente. Cada mañana ve cómo su hermano entra al colegio… y él se queda fuera. Fuera de su rutina. Fuera de lo que conoce, ya que lleva en el mismo cole desde los 3 años. ¿Cómo se explica eso a un niño que no entiende qué ha hecho mal? ¿Y quién cuida de él esos 17 días? Yo. Su madre. El castigo es para mí, porque soy una madre que trabaja.
Una madre que no rinde a su potencial con esta situación. Una madre que cuestiona su futuro profesional. Una madre que también es autista.
Una madre sin alternativa, que no sabe de dónde sacar más dinero para buscar a alguien cualificado que cuide de su hijo, que necesita supervisión constante. Y además, ¿cómo encontrar un cuidador? ¿Cómo confiar en esa persona sin conocerla? ¿Cómo confiar en lo que dicen de mi hijo, si él no puede contarme lo que le ocurre? Y lo más grave: el miedo a que le puedan hacer algo que quede oculto, sin que él pueda reclamarlo. Y me hacen sentir que la culpa es mía. Como si yo hubiese elegido que mi hijo se portara así. Como si fuera algo imperdonable. Como si no lo estuviera educando, ya que han avisado de su comportamiento.
Hago todo lo posible. Daría mi vida porque mi hijo entendiera el motivo de su expulsión (aunque, dadas las circunstancias, yo tampoco lo entiendo del todo). Y como tengo, a lo mejor, cara de ignorante, me hacen dudar incluso de cómo entiendo lo que me dicen: “Eso no fue lo que te dijimos.” “Te estás confundiendo.” “Seguro lo interpretaste mal.”
Eso es gaslighting institucional - forma de abuso emocional ocurre cuando la manipulación psicológica de una persona hace que otra persona cuestione su realidad- Y lo sufrimos muchas.
Porque el problema no es una puerta de cristal en un aula TEA. El problema no es que tres adultos especializados no supieran manejar la situación. Para ellos, el problema es mi hijo. El problema soy yo.
Y este no es un caso aislado. Estoy en contacto con muchas madres con problemas similares. Es la consecuencia de un sistema que no está preparado, no tiene recursos y, además, culpa a las familias. Especialmente —vamos a decirlo claro— a las madres.
En España no hay datos reales sobre cuántas madres como yo existen. Ni siquiera sobre cuántas personas autistas hay. Y si no estás en los datos, no existes en la política pública. Es así de simple.
Ser autista no es una moda. No es una narrativa. No es una etiqueta. Es un trastorno neurosensorial real, que afecta a la comunicación, la interacción y el procesamiento sensorial. Yo parezco “normal”. Pero me esfuerzo cada segundo para parecerlo. A veces da la sensación de que el único valor que podemos aportar a la sociedad es fingir normalidad, cumplir con las convenciones sociales, decir que pensamos como los demás.
Mi hijo tiene aún más dificultades. Por el momento, es incapaz de comunicarse apropiadamente, de defenderse de las situaciones que le estresan y no comprende. Y no, eso no se corrige con castigos.
Además, como mi discapacidad es “invisible” y la puedo enmascarar la mayor parte del tiempo, piensan que mis problemas no son tan graves, que no son reales, que me quiero aprovechar de algo, especialmente cuando no doy la talla.
Yo solo quiero el reconocimiento de mi trastorno, sin miedo a la palabra trastorno. Trastorno no es una ofensa. Es una descripción. Es solo una palabra. Porque tengo que justificar públicamente los malentendidos. Porque no quiero que se cuestione mi capacidad de ser madre, de querer cuidar a mis hijos, a mi familia.
He estado en jornadas de puertas abiertas de colegios, con más de 40 familias buscando una de las 2 o 3 plazas disponibles en aulas específicas. Eso no es libertad educativa. Es una rifa. Y si no accedes, te dicen: “Tranquila, plaza habrá.” Sí… pero ¿en qué condiciones?
Si para una madre neurotípica esta situación es muy estresante, para una madre neurodivergente es abrumadora.
Y sé que no debería decir lo que realmente pienso —es algo que me dicen a menudo— pero hoy es la primera vez en mi vida que alguien me ha dicho: “Sé honesta, sin represalias.”
Ocultar lo que piensas de verdad es una regla social importante. Yo no quiero ofender a nadie… pero voy a decirlo claro:
La educación especial segregada también es discriminatoria. Palabra clave: SEGREGADA.
Existe porque no hay voluntad política y pública para hacer real la inclusión en los centros ordinarios. Porque la discapacidad incomoda. Porque prefieren tenerlos aparte, como si tuvieran la peste. Lejos de sus hermanos, de su comunidad… como si eso realmente los preparara para vivir en sociedad. Apartándoles.
A lo mejor estoy muy trastornada por querer que mi hijo tenga derecho a formar parte de la sociedad de la forma en que él pueda. Pero sigo todos los días, con una sonrisa, cuidando lo mejor de mi vida: mis hijos. Que me necesitan. A los que, a pesar de estar desbordada por todos los problemas que tengo que afrontar y enmascarar cada día, cuido, juego, y —por petición— canto con mi guitarra todas las canciones de Frozen, en bucle. Porque me niego a que mis hijos noten la presión que yo siento.
Me siento mal teniendo que pedir ayudas, apoyos, plazas, adaptaciones… Es una batalla constante. No es por gusto. Parece que molesta. Que es por falta de competencia por mi parte. Y si tú también tienes una discapacidad, la sospecha es doble.
El sistema no confía en ti. Te examina. Te trata como una carga.
Y hablando de cargas: Citas. Terapias. Urgencias en el cole. Regresiones. Todo durante el horario laboral.
En mi caso, todos los gastos derivados de mi discapacidad y la de mi hijo los cubrimos mi marido y yo, haciendo un esfuerzo muy importante. Los plazos de espera son inaceptables.
Yo lo llamo el impuesto especial de la discapacidad, que tengo la suerte de poder pagar directamente de mi bolsillo. Pero hay gente que no puede pagar todo lo que necesita.
Y aunque el Estado social va avanzando, y se van cubriendo algunas necesidades, falta mucho por hacer. Hay incluso sillas de ruedas, gafas, audífonos… que no se cubren. Como si fueran artículos de lujo.
Tener que atender a mi hijo autista durante 17 días pondría en riesgo mi sustento y el de mi familia si no tuviese el gran privilegio de pertenecer a una empresa increíblemente inclusiva y socialmente responsable, muy por delante de las medidas de conciliación públicas.
La conciliación no es un derecho. Es un privilegio. Y depende de quién te contrate.
Yo no le tengo miedo al diagnóstico, ni al trabajo, ni a que me miren. Tengo miedo a dos cosas únicamente:
- A confesar que estoy cansada y desbordada, porque se cuestionará mi capacidad como madre, como persona. Dirán que lo he elegido.
- A morirme.
No por mí —soy creyente—).
Tengo miedo porque no soy millonaria y mi hijo quedará a merced de este sistema: burocrático, lleno de papeleo, de trámites sin sentido. Todo cuesta arriba para las familias. Y cuando nuestros hijos son pequeños, el sistema no está o llega tarde. Y cuando cumplen 18… la discapacidad desaparece por arte de magia. Solo cambian las formas del abandono. Aparecen expedientes, listas de espera, informes, plazas institucionales.
Como madre, mi sensación es que, cuando yo muera, no dejaré una vida construida. Dejaré una carga. Una persona dependiente. No por ser autista, sino porque el sistema nunca invirtió en su desarrollo, y tampoco me permitió buscar soluciones.
Siento que se me escapa el tiempo. A mí no me interesa que me entiendan. Me interesa que hagan algo. Y me molesta cuando dicen “población vulnerable”.
La etiqueta real es: abandono institucional.
Y eso que estoy hablando de lo que más conozco: el autismo. Cuando pienso en las familias que conviven con ELA, quiero llorar.
La incidencia del autismo sigue creciendo. El sistema no está preparado. Y si no nos cuidan ahora, que no se sorprendan cuando todo colapse después.
En conclusión: más que cuestionada, me siento como una inconveniencia. Y siento que están desamparando a mi hijo.