30 años median entre las 4 generaciones de mujeres de mi familia. Mi madre con 91, yo misma camino de los 61, mi hija con 31 y mi nieta que hoy cumple 8 meses. Para todas, la llegada de la pandemia ha dado un vuelco a nuestras vidas. La mayor de nosotras, llevaba media vida anunciando un desastre que iba a corregir la vorágine de crecimiento con la que justificaba tantos males que se sucedían en su derredor, “Es que somos muchos”, decía, “antes, venía una guerra y había que volver de nuevas con todo”. Pero ahora que se ha hecho realidad su vaticino, no parece ser capaz de entenderlo. La llegada de la pandemia, la pilló en Barcelona, su ciudad adoptiva, pero la obligó a abandonar su casa para recluirse en la de su hijo, y acabó con su particular estilo de vida trotamundano.
La primera vez que le advertí, que el confinamiento podría alargarse y que podría tardar meses en volver a su casa, exclamó indignada “Pero eso… es imposible, CÓMO VA A PODER SER” y cuando comprendió que no iba a poder asistir al natalicio de su biznieta, el mundo se le vino encima.
Con la llegada del verano, pudo trasladarse al pueblo en el que resido para conocerla, y ahora se protege en mi casa del maldito “bichito”, aunque sigue sin entender que más que agente, es víctima. Tampoco concibe que se ensañe con tantos mayores, ni que soportemos tanto horror. No, no lo puede comprender. Sin embargo, el amoral mercadeo con las vacunas no le asombra y extrae de su portentoso bagaje cinéfilo el recuerdo de Orson Wells traficando con la penicilina y huyendo por las alcantarillas de la Viena de posguerra.
Ella conoció la discapacidad cuando me sobrevino hace ya treinta años. Entonces, tuvo que recuperar su rol de cuidadora, cuidadora de mí, de mis hijos pequeños y de mi casa. Lo hizo de manera tenaz, y tras el derrumbe inicial, recuperó su ánimo irreductible y su positiva celebración de la vida. Ahora que le han llegado a ella las limitaciones para moverse, para oír, para ver, para concentrarse, me siento agradecida de poder disfrutar de su compañía.
Cerca de diez mil kilómetros nos separan de la treintañera, a quien la COVID pilló en la somnolienta California y lleva su particular calvario con la epidemia y la irracional política sanitaria que ha sufrido hasta ahora Estados Unidos. A ella le toca escuchar las duras historias del COVID de los migrantes que tras treinta años de trabajo en L.A. siguen sin papeles y soportar el negacionismo de sus jefes pro Trump. Y, ha tenido que hacer frente a la pulsión de conocer a la pequeña y el miedo de traer hasta su abuela una variante mucho más peligrosa. Y aunque estaba dispuesta a someterse a veinte PCRs, a las amenazas de los aeropuertos, y a las dobles cuarentenas, finalmente, asumió el sinsentido. Así, que seguimos esperando a que mejoren las cosas, a que nos inmunicemos o nos inmunicen y finalmente pueda reunirse con nosotras.
En mayo, llegó la más pequeña a nuestras vidas. La conocí tras una máscara, sin poder olerla, ni acariciarla, ni morder sus tentadores mofletes, y sigo así. Pero los bebés son mágicos y ha aprendido a relacionarse con mi imagen y mi voz tras la pantalla y sonríe mientras su padre le hace batir las manos y nos escucha a las tres cantarle
Palmas, palmitas
Higos y Castañitas.
Naranjitas y limón
Para esta niña son.
Vila-real, 29 enero 2021
Amalia Diéguez Ramírez