General Motors venía contratando mujeres incluso antes de que se promulgara en los EE.UU la Ley de Derechos Civiles, en el año 1964, norma que contó con un amplio apoyo político y social. En la misma línea, la empresa había puesto en marcha una política de contratación de personas afrodescendientes, en cumplimiento del derecho antidiscriminatorio vigente en relación a la igualdad de sexo y a la igualdad de raza/etnia.
Sin embargo, las contrataciones de trabajadoras beneficiaron en primera instancia a las mujeres blancas, mientras que fueron los trabajadores negros varones los primeros en acceder a un empleo en la empresa. Era un hecho comprobado que las personas contratadas en los últimos años habían sido precisamente las mujeres negras. Por lo tanto, el pretendido criterio objetivo de la antigüedad en la empresa aparecía como una falacia, puesto que no tomaba en consideración las situaciones de discriminación interseccional (por razón de sexo y raza) que afectaban negativamente a las mujeres afro.
A pesar de la claridad de dicha argumentación, los tribunales norteamericanos no reconocieron discriminación por razón de sexo en la política de despidos de General Motors, ya que la normativa antidiscriminatoria había sido “impecablemente” cumplida por la empresa. Por otro lado, la posible discriminación racial fue asimismo rechazada por el tribunal, debido a que las demandantes no habían presentado las demandas como grupo de “trabajadores afrodescendientes”, sino concretamente, como “mujeres afro-descendientes”. Se entendía que no esa posible reconocer en vía judicial un “súper-remedio” de nuevo cuño que amparase solamente las pretensiones específicas de las mujeres negras en este ámbito.
Esta conocida sentencia fue el punto de partida utilizado por la jurista norteamericana Kimberlé W. CRENSHAW para elaborar la teoría de la interseccionalidad, poniendo en evidencia las fisuras del propio derecho antidiscriminatorio, a través de las cuales se filtran otras situaciones de discriminación que se producen en las intersecciones y que, sin ser nuevas, generan exclusión.
Algo similar a esto ha ocurrido con la reacción de muchas organizaciones de la discapacidad ante el resultado desastroso de las últimas elecciones al Comité sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y al Comité de la CEDAW. Si se impulsa una llamada a la acción que exija la paridad entre mujeres y hombres en todos los organismos e instancias específicas en los que se discuten y adoptan medidas que afectan a la vida de las mujeres con discapacidad, se hace preciso, en la mima línea, exigir que la dimensión de la discapacidad esté representada en aquellos foros en los que se discuten y adoptan medidas que van a tener impacto en la vida de todas las mujeres, de tal manera que la garantía de un enfoque doblemente trasversal –de género y discapacidad- sea una realidad tangible.
De no hacerlo así –y este ha sido el resultado obtenido en Naciones Unidas- va a continuar esa aproximación a la igualdad, fragmentada, dividida e irreal que va a seguir discriminando a muchísimas mujeres con discapacidad en todo el mundo.